El chocolate y el deseo: un binomio, una dupla, un conjunto armónico, inseparable. En la América precolombina el cacao era un valor de cambio, una moneda con cáscara, el tesoro imposible de almacenar en cuevas, un tesoro reservado para las despensas. LLegaron los europeos y con su manía de nombrar todo con expresiones latinas, dieron con una muy certera para definir al cacao, theobrama -alimento de los dioses-. Y han tenido que pasar muchos años para que yo pueda ahora dejar de escribir, levantarme, ir a la cocina, y tomar un trozo de chocolate, muy oscuro, y aspirar con cada papila un concierto de sabores, intensos y ligeros, amargos y dulces, con un comienzo áspero, rugoso y suavemente deslizante a la vez. Se puede masticar pero enseguida su consistencia va cediendo y solo el batir de la lengua contra el paladar es suficiente para amasarlo en la boca: es "el momento", justo cuando se mezclan todos los matices y se arma una fiesta de fuegos artificiales que suben de la boca a la nariz, se cierran los ojos como unos diques de contención para canalizar esas sensaciones hacia el cerebro, información que, no por sabida, es menos placentera. Si hay un hermano pequeño del orgasmo, son esos segundos de tránsito del chocolate entre la boca y la esófago. Queda luego un latir diminuto en la boca, que se va apagando, se van despintando dientes, encías...la boca entera, como preparandose para recibir otro pedazo de chocolate. Y ahí el deseo, el deseo de comenzar de nuevo. De volver desde la puerta de la cocina a la puerta del armario y pellizcar la tableta. Así entiendo por qué tardo tanto en escribir cualquier cosa.
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